La pandemia del Covid-19 nos enfrenta a decisiones morales difíciles. En estos días el centro de la discusión pública está ocupado por la opción entre mantener la cuarentena y producir (o profundizar) una recesión económica, o levantar (o relajar) la cuarentena y mejorar la economía. La mayoría de los gobiernos están optando por cuidar directamente la salud a costa de la actividad económica, mientras que gobiernos como los de Brasil y los Estados Unidos empujan la reactivación económica como principal objetivo, desdeñando las muertes que esto ocasionará. Varios tuvieron que volver a implementar medidas de aislamiento social severas luego de una primera relajación. Alemania es uno de los pocos que está procurando reabrirse sobre la base de testeos masivos.
La discusión no es meramente entre vidas y dinero ya que la caída brutal de la actividad económica previsiblemente pondrá también en riesgo muchas vidas. Tampoco es puramente entre pobreza y muertes por Covid-19. La cuarentena podría aumentar las muertes por otras enfermedades (debido a la falta de consulta o tratamineto), así como disminuirlas en otros contextos.
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La pregunta que enfrentamos es si dejar en pie la cuarentena sabiendo que la recesión económica y el aislamiento van a causar muertes, o levantar la cuarentena sabiendo que una proporción significativa de la gente que contraiga Covid-19 (pero también otras enfermedades) morirá. Para hacer más vívida esta decisión, algunos han utilizado el clásico dilema filosófico del tranvía. En él, una persona debe decidir si dejar que el tranvía siga su curso y mate a cinco personas, o desviarlo causando la muerte de una. La mayoría de nosotros creemos que, si bien es repugnante matar a una persona inocente (desviar el tranvía), es moralmente permisible hacerlo dado que es la única forma de salvar a las cinco personas que morirían de no hacerlo.
Este ejemplo captura bien el problema de administrar un riesgo ya existente (el tranvía/la pandemia) y la necedidad de decidir frente a quién dirigirlo. Pero no da una respuesta completa en nuestra situación. La razón de esto es que, en el ejemplo clásico, los números están claramente determinados y son cinco veces mayores si dejamos que el tranvía avance que si lo desviamos. No es para nada claro que esta sea la situación que enfrentamos. En cambio, en el contexto actual hay poca certeza acerca de cuántas personas morirán si se mantiene la cuarentena y cuántas lo harán si se levanta. Estas son preguntas empíricas que dependen de procesos causales muy complejos sobre las que no hay consenso aún entre los expertos: ni entre epidemiólogos respecto de la enfermedad, ni entre economistas respecto de la economía. Por eso un aspecto central de la discusión moral, que ha pasado inadvertido en el debate público, es cómo tomar decisiones en contextos de incertidumbre profunda respecto de los posibles resultados de las políticas.
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Esta discusión ha sido entablada por algunos filósofos morales contemporáneos. Un criterio que ha sido plausiblemente defendido por algunos es que las decisiones deben adoptarse dando mayor peso en la decisión a la posibilidad de que se produzcan los peores resultados. Por ejemplo, imaginemos la siguiente situación. Cien mineros están a punto de ahogarse en una mina. Ellos se encuentran en una de dos secciones A o B pero no se sabe en cuál. Usted tiene dos opciones para salvarlos: si lleva toda el agua a la sección A de la mina, tiene un 50% de probabilidades de ahogar a todos y un 50% de salvar a todos; en cambio, si distribuye el agua entre las secciones A y B de la mina ahogará con seguridad a 55 mineros y sobrevivirán solamente 45, pero estos sobrevivirán con seguridad. En este caso, parece claro que es impermisible "jugarse" la vida de los mineros a todo o nada, aun cuando hacerlo salva estadísticamente más “vidas esperadas” (50 contra 45). La fuerte intuición de que debemos salvar las 45 vidas “seguras” nos sugiere que no es cierto que las decisiones públicas deban siempre basarse en una mera maximización de utilidad, de vidas, o de los beneficios esperados. Hay valores, como el derecho a la salud o a la vida, que hacen moralmente objetable proceder de este modo.
Si esto es así, y dado el elevadísimo costo en vidas que podría tener una crisis del sistema de salud provocada por una explosión de casos de Covid-19, resulta moralmente correcto dar preponderancia a este riesgo por sobre el igualmente existente riesgo para la vida y el bienestar que provocará la recesión económica. Y una razón de ello es que las vidas que salvamos a través de una cuarentena estricta son vidas “seguras”, mientras que jugar a sacrificar estas vidas para salvar vidas “inciertas” es como jugarse a todo o nada la vida de los mineros.
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Ciertamente, esa preponderancia tiene un límite a partir del cual las consecuencias económicas pueden empezar a prevalecer. Ahora bien, las medidas de cuarentena estrictas deben ser pensadas siempre como temporales y, como ha sido sugerido ya por muchos, tienen la ventaja de darnos tiempo, no solamente para adecuar el sistema de salud, sino, más importante quizá, para aprender más sobre la enfermedad: sus características, sus tasas reales de contagio y mortalidad, la eficacia de distintas estrategias para su contención, y hasta su posible cura o prevención. En la medida en que aprendemos esto, el rango de incertidumbre disminuye y es posible tomar otras medidas más focalizadas y efectivas, y menos dañinas para la economía y para otros valores. En ese momento (pero no antes), la mayor cantidad de vidas que habría en juego de mantenerse la cuarentena bastarán para cambiar al tranvía de vía y poner en riesgo a una proporción mucho más reducida de quienes hoy se está intentando proteger.
*Profesores de la Escuela de Derecho de la Universidad Di Tella (UTDT).